El Señor de Los anillos gustó a frikis, canis, emos y toda
tribu urbana que rondaba las calles a principios del 2000. Gustó a mi primo, a
mis padres y a mis abuelos. Creo que, al terminar El Retorno del Rey, no me
acuerdo si a la primera, segunda o tercera vez que la vi en el cine, pensé que
había sido testigo de un espectáculo irrepetible.
Tras muchos años revisionándolas he llegado a la conclusión
de que mi preferida es La Comunidad del Anillo. Comprendo perfectamente a los
que prefieren Las Dos Torres (la batalla en el Abismo de Helm, joder) o El
Retorno Del Rey por la infartante última hora, pero La Comunidad siempre será
mi niña bonita de la trilogía. Me encanta que empiece como un cuento de hadas
(Concerning Hobbits. Ay, Jackson, qué mano tienes para adaptar cuando quieres)
que va oscureciéndose progresivamente, llegando a su pasaje más dramático en el segmento donde se internan Minas Moria. Creo que nadie puede negar que la escena
de Gandalf encarando al Balrog al grito de “¡No puedes pasar!” se ha quedado
grabada en la memoria colectiva.
Pero yo quería destacar lo que viene justo después. El mago,
habiendo perdido todo su poder tras su enfrentamiento con el demonio del mundo
antiguo, cae al abismo. Su silueta desciende hasta que lo engullen las
tinieblas. Frodo suelta un grito desgarrador y suena un coro que te encoge el
corazón. La compañía escapa de sus enemigos a duras penas hasta alcanzar la luz
mortecina del exterior. Allí les recibe
un paisaje gris y escarpado, un lugar de descanso donde les asalta un dolor
mayor que las flechas de los orcos y el fuego del balrog: la certeza de que han
perdido la luz que guiaba su tortuoso sendero. Y tú casi puedes sentir ese
dolor al verlos echarse a llorar sin consuelo, encolerizarse inútilmente por la injusta
pérdida o mirar al horizonte, incapaces de asimilar lo ocurrido.
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